Despertar magnífico

Hace unos días pasé un fabuloso día  junto a la familia en un rincón precioso al sur de Francia. Viví un instante cargado de emoción a la vez que relajación. No pude evitar llegar a casa y tratar de plasmarlo en papel. Este relato breve tiene moraleja y es algo que se nos suele olvida muy rápido.

     El grito enajenado de una voz femenina interrumpe mi sueño. Aquel sollozo agudo iba dirigido a alguien, no conseguía entenderlo. Volvió a repetir la acción pero con distinto mensaje, ahora sí pude prestarle atención, pero no fui capaz de captar el recado, era una voz francesa.

     Seguía inmerso en mi placentero momento diario, aquel que acontece tras la comida, ese que alcanza el aislarme de la realidad para devolverme un rato más tarde y poder vivirla con más energía y entereza. Dudé unos instantes si dar por finalizado el manso reposo, aunque parte de mí seguía regocijándose en un apacible descanso.

     Sentí una intensa brisa acariciar mi brazo y decidí abrir la mitad de mi ojo derecho para ver entre las cortinas del mismo qué estaba sucediendo alrededor mío. Un cielo resplandeciente, inmenso y azulado cubría la tarde mientras las difusas y albinas nubes dibujaban pequeñas manchas a lo lejos, en el horizonte. Quedé cautivado por aquella pequeña porción de espectáculo que mi cuarto de ojo podía observar.

     Volví a cerrarlo y opté por disfrutar aquel instante. Primeramente quería apreciar aquello que mis sentidos fueran capaces de percibir con la vista apagada. Estaba tumbado en una especie de toalla suave que se posaba sobre un espigón de piedra artificial. El terreno era duro y por un instante pensé en el probable dolor de espalda que sentiría al incorporarme, pero no importaba, el momento era extraordinario, irrepetible y no merecía ser roto por incomodidades. Todo mi cuerpo andaba boca arriba y estirado, con las manos bajo la nuca, al igual que los vecinos veraneantes que seguramente me acompañaban en aquel instante.

     El fresco viento abrazaba mi pecho y cosquilleaba los brazos y piernas, puse mi atención en ello. A los pocos segundos sentí el genuino atronar del mar chocando contra las rocas para, seguidamente, escuchar el agua espumosa retornar unos metros atrás hasta que una nueva ola volvía a provocar una inédita rotura de aquella calmada agua sobre el pequeño muro que me protegía de ellas. Decidí disfrutar de la mimosa brisa y el calmado sonido del agua durante unos minutos sin pensar nada. La mezcla de ambos sentidos con mi todavía adormilado estado consiguió elevarme unos palmos del suelo, estaba encantado de la vida, como dice frecuentemente una persona a la que quiero mucho.

     El paseo de una juguetona hormiga a través de mi brazo cortó el fastuoso momento de paz, no importaba, nada podía estropear aquel instante. Decidí perdonarle la vida y que siguiera su camino, formaba parte de aquel entorno y merecía permanecer en él. A los pocos segundos decidí poner fin a la agradable siesta e incorporarme, no me imaginaba que aquel momento de tranquilidad y reposo conseguiría estirarlo un buen rato más.

    Por un instante había perdido la noción de dónde me encontraba, pero rápidamente tomé consciencia. Alcé mi cuerpo y apoyé la espalda contra la pared de un antiguo edificio con forma de torre de vigilancia y unas ventanas semicirculares desde las cuales, estoy seguro, se percibe un espectacular amanecer. Aquel robusto muro regalaba una enorme sombra que contra restaba la temperatura tan alta de aquel veraniego día.

     Logré abrir la mirada, la claridad molestaba a mis ojos claros, pero decliné utilizar las gafas de sol, no quería alterar los preciosos colores que esa tarde estaba ofreciendo. A la izquierda, a pocos metros, había una valla oxidada que impedía continuar caminando por el precioso paseo que recorría el litoral empedrado. Un cartel con fondo rojo indicaba “Passage interdit danger”, prohibición que más de un bañista se había saltado buscando un sitio privilegiado, al resguardo del fuerte calor bajo una sombra claramente cotizada.

     Respiraba felicidad y quietud en una jornada estival, alejada del bullicio y estrés que durante el año resisten tantos de los turistas ahí presentes. Con los problemas aparcados, muchos de los ahí presentes andarán soñando y planificando nuevos retos e ilusiones a cumplir tras regresar de su retiro, explotando esos momentos de inspiración que se presentan cuando uno logra bajar las pulsaciones y se atreve a dejar que fluyan las ideas.

     El sol en el pleno apogeo luminoso de media tarde, regalaba un colorido especial a aquella estampa. Un precioso azul bravo teñía el apaciguado mar, adornado por unos desordenados y pulidos veleros, brillantes y relucientes ante el reflejo de la intensa luz solar. Únicamente destacaba el ruido provocado por un grupo de motos acuáticas que recorrían de lado a lado aquel precioso rincón. No incomodaban, sino aportaban dinamismo al lugar y por unos instantes las perseguí con la mirada, observando el bonito rastro de oleaje que dejaban a sus espaldas.

     Una blanca y portentosa gaviota arranca a volar en dirección a un saliente montañoso que abraza a la bahía. Se posa sobre la cruz que descansa frente a lo que parece ser una ermita. La majestuosa cruz, tan alta como su vecino edificio, está orientada al horizonte. No estoy en disposición de juzgar nada, tan solo contemplo el encantador momento que esa tarde me estaba brindando.

     Con el permiso de una familia, he de hablar de ella. El padre observaba sentado en la playa pedregosa cómo sus jóvenes hijas jugaban en el agua, la mayor agachada en cuclillas rastreaba algún tipo de crustáceo en un pequeño saliente enrocado, mientras la pequeña se animaba a buscar otras especies a través de sus gafas acuáticas en el fondo de la refrescante agua. Ajena a ellos, la madre caminaba de un lado a otro tanteando la mejor perspectiva para inmortalizarla en su querida cámara fotográfica.

     A mi derecha, cerca del agua me fijo en una mujer, deduzco que es la francesa que me despertó. Sentada con las piernas entrecruzadas tenía su mirada clavada en un objeto sostenido entre sus manos. Su posición arqueada y mirada perdida insinuaban que estaba pensativa, o todo lo contrario, tal vez se hallaba sumergida en un ejercicio meditativo. Destacaba frente a los demás, no portaba ropa de baño, tan sólo un vestido ligero a rayas azules y blancas. Aparcado tras ella había un bonito sombrero gris y una botella de agua. Cuatro pares de chanclas y algunas toallas le acompañaban, al momento aparecieron tres muchachas cargadas de utensilios y juguetes playeros que regresaban junto a la absorta mujer. Se desprendió de la piedra que aguantaba en sus manos y arropó con las toallas a sus tres soles.

     Mientras tanto, yo respiraba apaciblemente. Mi cuerpo estaba descansado y la mente tranquila y relajada como una balsa de aceite. En aquel momento no existía nadie ni nada más que mi yo más profundo y aquel paraíso. El graznido de las gaviotas entremezclado con el fresco vaivén del agua al chocar con las rocas me envolvieron, volví a cerrar los ojos y permití que aquel manjar auditivo deleitara mis sentidos.

     Un pequeño instante puede convertirse en el mejor de todos. Una sencilla y familiar siesta tiene la capacidad de emocionar si uno está predispuesto a ello. Hasta un acto rutinario y aburrido es apto para ser vivido y sentido como único. Situar el pasado en el bolsillo izquierdo así como el futuro en el derecho, es una inmejorable decisión para estar en el grandioso momento actual, único e irrepetible, el presente. Cada movimiento puede ser el último, cada sonido también, cada imagen, sabor, olor y tacto, así hasta llegar al instante terminal de nuestro camino, el último respiro, ese que no dudaré en disfrutar.

Luis David Pérez.

Collioure, Francia 08/2016

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